El secreto de los Reyes
Los nietos cantan un villancico. «A saber qué significa ese galimatías. Parece que estén invocando al demonio», piensa la abuela mientras intenta ponerse cómoda en un sillón de diseño industrial. Ha venido a cenar en Nochebuena a casa de su hija y su yerno, un piso grande en un barrio nuevo de las afueras. Su hijo pequeño ha venido también; se dedica a mirar su teléfono móvil mientras los niños cantan.—Mira, mamá, qué bien lo hacen. ¡En inglés!
La madre de los niños da palmas y los mira ensimismada, con los ojos anegados en lágrimas. «Menos mal que vengo a mesa puesta y que mi yerno me llevará luego a casa», piensa la abuela mientras siente que se le duerme el trasero. Los niños siguen cantando. Van vestidos con camisa y corbata. «Parecen inspectores de Hacienda en miniatura». Pasado un rato termina el villancico. «Aplaudiré para que no me miren mal». La abuela y los padres aplauden; el tío de los niños no. «Míralo, un señor con barba que tontea con el móvil como si tuviera diez años».
Pasan al comedor; la abuela suspira mientras se sienta con cuidado en una silla moderna que parece que se va a desmoronar en cualquier momento.
Tras la cena, la madre se levanta para acostar a los niños.
—Ya voy yo, quédate hablando con tu familia —dice el padre. —Despedíos de la abuela y del tío. Y de mamá, claro.
—¿Tan pronto se acuestan?
—Claro, mamá. Están deseando que llegue Papá Noel.
El padre sale con los niños. La madre sonríe.
—¿Habéis visto qué bien se ocupa de ellos? Con todo lo que trabaja, siempre saca tiempo para la familia.
—Nosotros éramos más de Reyes, ¿verdad, mamá? —dice su hermano.
—La Navidad es para los niños. A mí ya me da todo igual.
—Lo importante es estar todos juntos y que los niños tengan a sus padres.
—Déjate de chorradas, hermana. Nosotros éramos una familia, los tres.
—¡Ya lo sé! ¡Por eso os he invitado! Pero no quiero que mis hijos crezcan como yo, sin padre y sin un duro. Bueno, hablemos de otra cosa.
—No, hablemos de esa época, que no hablamos nunca. Yo lo recuerdo como divertido. Reutilizar, apañarse… las madres de mis amigos me daban la merienda.
—¡Hijo!
—Me preguntaban por mi padre y yo me encogía de hombros —ríe.
—Pero ¿cómo te lo puedes tomar a risa? Yo me moría de vergüenza si me preguntaban.
—Y luego, todos los juguetes que quería me los pedía por Reyes, para no hacer gasto —ríe de nuevo—. Yo creí en los Reyes hasta muy tarde, a pesar de lo que me decían los compañeros del cole, porque nos traían tantas cosas que era imposible que lo comprara mamá sola.
—Sí, era el mejor día del año —recuerda la hermana.
—¡Mamá! —el hermano levanta la voz— ¿de dónde sacabas el dinero para los regalos de Reyes?
—Eso ya da igual.
—¡Shh! ¡No gritéis, que se van a despertar los niños! —la hermana grita en voz baja y mira nerviosamente al pasillo por si apareciera su marido—. Esto no ha sido buena idea.
—¡Mamá, cuéntanoslo de una vez!
—¡Que me dejéis tranquila!